Por Pablo Solón
Mis párpados permanecen entreabiertos en una noche de insomnio. En medio de la vigilia y el sueño su silueta aparece en la puerta principal de la casa de mis padres. Bajo el brazo trae un juego de mesa. Es mi amigo… de quién no puedo acordarme su nombre. Sólo conservo en mi memoria que era de algún país de Asia, que era bueno en matemáticas y que aquel juego tenía unos mapas y unas fichas de acorazados y cañones. Él era mi compañero de curso y tendríamos entre 10 a 12 años.
Pregunto al grupo de WhatsApp de mi promoción, el Senior 75 del Instituto Americano, si se acuerdan de él. Al poco rato los mensajes dejan entrever tres posibilidades. Una de ellas me deja perturbado: podría ser un compañero de curso que abandonó el colegio por el bullying que recibía debido a su nacionalidad. Las frases entre comillas que le decían algunos compañeros de curso, e incluso profesores, ahondan mi indignación. ¿Qué había hecho para defender a mi amigo? ¿Había sido yo también objeto de bullying? ¿No era esa la razón de porque fuimos amigos y no me acordaba de él?
“Chola”, así me decían por ese entonces algunos compañeros de curso, porque me había quejado al profesor. El calificativo no sólo era hiriente, sino que era profundamente racista. Eran los tiempos dominados por los machos del fútbol que una vez me tumbaron de un pelotazo en el estómago. Yo no me fui del colegio, pero los borré del mapa. Me cambié a clases de volibol y construí varias murallas chinas. Al final de cuentas era de los mejores alumnos y cada entrega de libretas sonreía por dentro.
Nunca fui plenamente feliz en el colegio porque lo sentía como un proceso de amoldamiento. Para la graduación decidí no ponerme toga. El director, que nos dijo que no era un requisito, no me dejó subir a mi ubicación porque estaba presente una alta autoridad del Ministro de Educación. Me senté firme en las graderías hasta que me tuvieron que llamar para entregarme un premio de ciencias. Ahí aproveche para escurrirme y subir a mi puesto. Era un mar carmesí con una mota azul.
Pasaron tres décadas hasta que fui a mi primera cena de exalumnos. Estaba intrigado por volverlos a ver. A la entrada me dijeron que recoja una tarjetita con mi nombre. No la podía encontrar. La persona que estaba en la entrada me apuntó hacia un cartoncito que decía “Chola”. Parecía que el tiempo se hubiera congelado. Para entonces había leído varias investigaciones sobre las cholas y personalmente había dirigido el video Las polleras de la Luna. Me parecía increíble que se continuará con la estigmatización de la chola y que aún no pudiéramos apreciar nuestros propios orígenes.
El bullying racial, muy arraigado y minimizado en nuestra sociedad, se ejerce no sólo hacia quienes se consideran inferiores en la escala socio cultural andino-amazónica, sino hacia las culturas que se desconoce o sólo se conoce por las películas. En el fondo, la mayoría de los bolivianos somos bastante provincianos frente a otras culturas milenarias que no sean la incaica y la occidental. En el colegio nos hacen memorizar las capitales y los ríos de países de Asia, África, o Medio Oriente, pero poco conversamos sobre la riqueza y diversidad de estas culturas y mucho menos sobre lo que podemos aprender de ellas.
En el bullying casi siempre hay tres partes: 1) los agresores, 2) las víctimas, y 3) los que se hacen de la vista gorda. Con algunos de mis agresores me encontré muchas décadas después de salir del colegio. Algunos me conmovieron con sus historias que denotaban también el abuso que habían sufrido. Algunos buscaron en el bullying cierta seguridad para su propia inseguridad. Otros lo habían practicado para no ser presa del acoso de otros. La gran mayoría relativizaba la gravedad de estas agresiones. Eran bromas y travesuras de la infancia. Algo que pasa en todos los colegios. Muy pocos se ponían en el lugar de la víctima. Varios que lo habían sufrido preferían no acordarse de los malos momentos. Unos pocos aprovechaban la oportunidad para desahogarse en privado de lo mal que lo habían pasado en colegio. Y también estaban quienes se vanagloriaban de las travesuras y las bromas que habían infringido.
Un tema del cual casi nunca se conversaba abiertamente era el de los gays y las lesbianas. Con seguridad que existían en el colegio, pero debo confesar con vergüenza que ellos pasaron desapercibidos para mí. Varias veces me he preguntado ¿cómo vivieron la “normalización” del colegio? ¿Cómo sobrevivieron a ese medio de machos de varones y mujeres? Cuán terrible ha debido ser ocultar su identidad de género para evitar el bullying homofóbico. No hay duda que en estos casos fui parte descarada del tercer grupo.
Mi celular hace un zumbido. Un compañero me emociona planteando en el grupo de WhatsApp del Senior 75 que tenemos una deuda pendiente con el compañero que dejó el colegio por bullying. Respaldo inmediatamente su propuesta: “Tenemos que reconocer lo que hicimos y pedir disculpas”. Nadie más se pronuncia.
Acosar y marginar a alguien por razones de piel, cultura, nacionalidad, género, situación económica, apariencia o cualquier otra particularidad es imperdonable cuando uno se pone a pensar en el sufrimiento y el daño que se puede causar a la víctima. En el mundo hay 200 mil suicidios por bullying al año. Entre 2 y 7 niños y adolescentes de cada 10 sufren acoso escolar según el país. En cierta medida, los feminicidios que tanto nos sacuden en la prensa se alimentan de este tipo de agresiones cotidianas que dejamos pasar.
Muchas cosas podemos hacer para evitar que este mal continúe, pero en estas noches de insomnio sólo una palabra se me viene a la mente: humildad. Humildad, que no significa sumisión, sino fortaleza para escuchar y respetar al otro. Humildad para reconocer nuestras propias limitaciones y actuar con sencillez y modestia. Humildad para apreciar y valorar la dignidad e identidad de todas las personas. Humildad para reconocer lo que hicimos y pedir disculpas. Humildad como virtud que debe ser promovida en nuestros hogares y escuelas. Humildad para reencontrarnos con nuestra propia humanidad.
Imagen de portada: Producción fotográfica de un estudiante víctima de bullying. Foto: Archivo Página Siete.